Mi abuela materna, una mujer muy práctica que falleció pocos
días antes de cumplir los noventa y seis, vio como sus últimos años de vida
iban muriendo casi todos sus amigos y conocidos. Cuando había que darle alguna
de estas noticias, procurábamos hacerlo con mucho tacto, para que no se llevase
un gran disgusto. Pero un día, después de decirle que una de sus amigas de las
fiestas de verano de su lejana juventud había fallecido, comprobé extrañada que
ni se inmutaba. Levantó la vista de la novela de Agatha Christie que estaba
leyendo, alzó las cejas con gesto de sorpresa y me dijo:
-
Pero,
¿no se había muerto ya?
-
¿Quién
te ha dicho eso?
-
Me
parece que nadie, pero como soy tan vieja, decidí hace ya tiempo que todos los
de mi quinta están muertos. Así no me llevo más disgustos ni sorpresas.
Yo no me había dado cuenta, pero mi cabeza comenzó a razonar
un poco de ese modo. Así que, si a un paisano no lo veía por el pueblo desde
hacía algún tiempo, lo daba por muerto. Con este método “maté” al sacristán
hace un par de años. Así que un fin de semana, cuando lo vi sentado el
domingo en un banco de piedra que hay a la puerta de la iglesia, me llevé un
buen susto e incluso creo que di un respingo. Miré a mi madre con los ojos muy
abiertos y le pregunté en voz baja:
-
Pero
el sacristán, ¿no se había muerto?
-
Ya
ves que no- me contestó tan tranquila.
Ella siguió andando como si nada hubiese pasado, pero yo tuve
que pararme para poder respirar normalmente y que los latidos volviesen a su
ritmo normal. Creí que el corazón me saltaba del pecho. Tenía miedo de
saludarle, y más miedo aún de que me contestase. Y es que no todos los días uno
es testigo de la resurrección de un muerto.
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