domingo, 23 de agosto de 2015

NO ESTABA MUERTO


                    Mi abuela materna, una mujer muy práctica que falleció pocos días antes de cumplir los noventa y seis, vio como sus últimos años de vida iban muriendo casi todos sus amigos y conocidos. Cuando había que darle alguna de estas noticias, procurábamos hacerlo con mucho tacto, para que no se llevase un gran disgusto. Pero un día, después de decirle que una de sus amigas de las fiestas de verano de su lejana juventud había fallecido, comprobé extrañada que ni se inmutaba. Levantó la vista de la novela de Agatha Christie que estaba leyendo, alzó las cejas con gesto de sorpresa y me dijo:

-         Pero, ¿no se había muerto ya?

-         ¿Quién te ha dicho eso?

-         Me parece que nadie, pero como soy tan vieja, decidí hace ya tiempo que todos los de mi quinta están muertos. Así no me llevo más disgustos ni sorpresas.

                Yo no me había dado cuenta, pero mi cabeza comenzó a razonar un poco de ese modo. Así que, si a un paisano no lo veía por el pueblo desde hacía algún tiempo, lo daba por muerto. Con este método “maté” al sacristán hace un par de años. Así que un fin de semana, cuando lo vi sentado el domingo en un banco de piedra que hay a la puerta de la iglesia, me llevé un buen susto e incluso creo que di un respingo. Miré a mi madre con los ojos muy abiertos y le pregunté en voz baja:

-         Pero el sacristán, ¿no se había muerto?

-         Ya ves que no- me contestó tan tranquila.

            Ella siguió andando como si nada hubiese pasado, pero yo tuve que pararme para poder respirar normalmente y que los latidos volviesen a su ritmo normal. Creí que el corazón me saltaba del pecho. Tenía miedo de saludarle, y más miedo aún de que me contestase. Y es que no todos los días uno es testigo de la resurrección de un muerto.

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